El mundo entero siguió por televisión la llegada del hombre a la Luna. El 20 de julio de 1969, Neil Armstrong pronunciaba la frase que tan mítica se haría décadas después: «Es un pequeño paso para el hombre, pero un gran salto para la Humanidad». La bandera de Estados Unidos ondearía entonces sobre la superficie selenita. Es la parte de la historia que nos han contado a todos. Pero los que pocos saben es que el primero de los avances científicos que posibilitó que el hombre viajara al Espacio tenía firma española, y databa nada menos que de 1935. Aquel año, el teniente coronel granadino Emilio Herrera (1879-1967) inventó un traje espacial para acompañar un globo aerostático que debía alcanzar los 25.000 metros de altitud.
Herrera, además de militar, era aviador y científico y había sido de los primeros en sobrevolar el estrecho de Gibraltar en 1914. Muy dedicado a la investigación, era leal colaborador de Juan de la Cierva y Leonardo Torres Quevedo, miembro de la Real Academia de Ciencias y principal organizador de la Escuela Superior de Ingeniería Aeronáutica, que abriría en 1928. Evidentemente, la escafandra primitiva que ideó quedaba aún lejos de la que usaría Armstrong, pero presentaba algunas de las características fundamentales de un traje espacial. Tenía micrófono, aparatos de control, permitía respirar en las capas más altas de la atmósfera y soportaba la presión en el Espacio. Además, podía tomar muestras del entorno.
Ninguna de estas prestaciones estaba realizada al azar y el invento constituía un avance fundamental en la época. Mientras por fuera el traje estaba cubierto de caucho, material impermeable al aire, el interior consistía en una funda hermética (que Herrera llegó a probar en su propio baño) recubierta de un armazón metálico articulado, con pliegues para los hombros, cadera, codos, rodillas y dedos para dar movilidad a su inquilino. Por su parte, el casco disponía de una visera con tres capas de cristal: una que era irrompible y otras dos con filtros infrarrojos y ultravioletas, todas ellas con un tratamiento antivaho.
El principal obstáculo que Herrera encontró fue la temperatura interior del traje. Haciendo pruebas con una temperatura de hasta 80 grados bajo cero pensando en las condiciones en las que habría de utilizarse, el ingeniero decidió incluir un calentador eléctrico en el invento, pero durante los ensayos, en el interior de la escafandra se superaban los 30 grados. El problema era eliminar el calor sobrante producido por el cuerpo humano. Pese a todo, los experimentos realizados con aquella complicada vestimenta en la Escuela de Mecánicos del Aeródromo Militar de Cuatro Vientos concluyeron que el invento podía emplearse hasta una altura de 18.000 metros, nada despreciable en aquellos tiempos.
Desgraciadamente, Emilio Herrera nunca llegó a realizar el vuelo de prueba de su escafandra estratonáutica, nombre con que denominaron el invento. El test estaba programado para 1936, pero el estallido de la Guerra Civil cambió los planes del ingeniero. Mientras que Herrera decidió mantenerse fiel a la República y acabó exiliado en Francia en 1939, su primer traje espacial, de seda vulcanizada, fue reutilizado como tela de chubasquero para las tropas. Al mundo aún le quedaban décadas para ver un invento similar, adecuado para explorar la estratosfera.
En el exilio, Herrera continuó escribiendo artículos para revistas científicas y de divulgación, y viviendo también de los derechos de algunas de sus patentes, como la de un flexicalculador para resolver funciones e integrales elípticas o la de un sistema de doble proyección geográfica.
Fue nombrado consultor de la UNESCO en Física Nuclear, aunque dimitió cuando España entró en la ONU. Sus convicciones antifranquistas acabarían situándolo incluso en el gobierno de la República en el exilio, que presidió entre 1960 y 1962.
Emilio Herrera murió en 1967, dos años antes de ver completado el programa espacial que hubiera cumplido uno de sus sueños. Pero su investigación fue reconocida incluso por Neil Armstrong, que regaló a Manuel Casajust, empleado de la NASA y discípulo de Herrera, una roca traída desde la Luna. La piedra se conservó en el Museo del Aire de Cuatro Vientos (Madrid) hasta su desaparición hace algunos años.
Esther Iorfida