Cuando el 12 de octubre de 1492 Cristóbal Colón puso el pie en el continente americano, no sospechaba el alcance que tendría su gesto, ni sus repercusiones políticas, económicas, sociales, culturales y religiosas.
A pesar de que desgraciadamente, y aunque nos sorprenda, muchos de nuestros recién licenciados (y hablo con conocimiento de causa) ignoren qué conmemoramos cada 12 de octubre, día de la Hispanidad, esta es la fecha elegida para celebrar nuestra fiesta nacional, una muestra más de la importancia de aquella hazaña del más famoso de nuestros almirantes. Almirante que por cierto escribía un latín plagado de españolismos, y no de italianismos ni portuguesismos, pero no tengo intención de entrar ahora en polémicas sobre su origen.
Sí que quería en cambio centrarme en una de las principales consecuencias de aquel sueño de Colón, hecho realidad gracias al apoyo incondicional de la reina Isabel de Castilla, la Católica. Me refiero a nuestra lengua, el español, lengua que llevaron y propagaron por aquel nuevo continente los descubridores españoles. Y digo bien el español, y no el castellano. “¡Si son sinónimos –me dirán muchos– qué más da…!”. Pues sí, pero no. Y es que el término “castellano” se reserva para aquellas ocasiones en las que se hace referencia también a las demás lenguas autonómicas que se hablan en nuestra patria. Nuestra lengua, pues, el español, que es nuestro principal vínculo con los hispanohablantes de allende los mares. Con toda la riqueza, cultural y material, que ello supone.
Nuestra lengua, el español, que nuestros hermanos americanos tanto miman: la corrección de su sintaxis y su semántica suelen ser ejemplares y deberían hacer enrojecer a más de un español, especialmente a muchos políticos y profesionales de la comunicación, cuyo mensaje llega a prácticamente todos los españoles, y a los que tan poco importa el cuidado de su expresión. A modo de justificación es frecuente oír aquello tan manido de “la lengua es algo vivo, lo importante es hacerse entender”, como si a los seres vivos no hubiera que cuidarlos, como si para conseguir un crecimiento adecuado de estos no hubiera que respetar una serie de normas…
Nuestra lengua, el español, que es objeto de ataques en determinados puntos de la geografía española, haciendo un flaco favor a las nuevas generaciones, que corren el riesgo de verse privados, por la ceguera de unos pocos, de este importante patrimonio, que les corresponde por derecho.
Nuestra lengua, el español, de cuyo buen uso ni siquiera parece ser ya garantía nuestra Real Academia de la Lengua, que acepta imposiciones de tipo político “para tener la lengua en paz”, como en cierta ocasión dijo aquí en Bruselas don Víctor de la Concha, su Director, y que cuenta entre sus académicos con leístas, laístas y usuarios del horrible “por contra”.
Por eso el flamante Nobel de Literatura otorgado a Mario Vargas Llosa, también él académico de la Lengua, es motivo de alegría y fuente de esperanza para todos los que amamos nuestra lengua. Cristóbal Colón se sentiría orgulloso de saber que gracias a su empeño, millones de personas podemos leer la obra merecedora de este premio en versión original. Parece que por una vez se han dejado a un lado las posiciones ideológicas y se ha premiado el buen hacer, la destreza técnica, el virtuosismo del lenguaje narrativo de un escritor vocacional, que afirma que la Literatura es útil a la sociedad porque contribuye al perfeccionamiento humano.
El mismo Vargas Llosa, de origen peruano y nacionalidad española, ha declarado que el premio se lo han concedido también a la lengua española: esperemos que sirva de acicate para que el cuidado de su brillo y esplendor recupere el puesto que nunca debería haber perdido entre las prioridades de todo español que se precie.
Marta Sanz